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En las islas virtuales el tuerto es el juez

Desde la aparición de Internet en nuestras vidas allá por 1983, el vasto territorio virtual se ha ido poblando a una velocidad de vértigo. Y aunque el mapa de este nuevo universo nos pueda parecer abstracto, las diferencias con el mundo real están muy claras.

Un individuo que entra en un país se somete automáticamente a las leyes de su territorio, pero como el ciberespacio carece de espacio físico, el Principio de Territorialidad no puede aplicarse en él. Por ello en Internet no existe un poder legislativo que promulgue leyes de obligado cumplimiento –ya que no existen territorios diferenciados que regular–, ni tampoco uno que dicte normas para todo el ciberespacio y sus usuarios de una manera uniforme y total.

Internet no ha sido declarado como bien o lugar público, y por ello los gobiernos no tienen soberanía alguna. En su lugar los grandes sitios y lugares virtuales como Facebook (2.196 millones de usuarios), Youtube (1.900 millones de usuarios) o Instagram (1.000 millones de usuarios) se han formado como verdaderas islas o enormes ciberestados gobernados por normas de carácter privado.

Al entrar en cada uno de ellos, los ciberciudadanos aceptan voluntariamente, pero sin gran conocimiento, las condiciones que fijan sus reglas de convivencia. Y suele ocurrir que un internauta, en un corto intervalo de tiempo y sin saberlo, visite en el ciberespacio dos lugares con reglas completamente antagónicas.

Eso provoca una paradoja de ciberlimbo legal: y es que en situaciones de un mismo conflicto –por ejemplo, la publicación de contenido intimo, sexual o información falsa (fake news)– unas islas permitirán dicha publicación y otras la prohibirán calificando el contenido como malicioso.

En ambas visitas subyacerá un nuevo principio jurídico que yo llamaría Principio de Virtualidad, donde el internauta acepta las normas privadas de ese lugar al igual que ocurre cuando aterrizamos en un país extranjero, con la única gran diferencia de que un país promulga leyes públicas debatidas normalmente en un Parlamento, mientras que estas islas aprueban normas privadas sin ser negociadas por terceras partes.

Convertidas en nuevas fuentes del derecho en Internet, las ciberempresas que constituyen las islas son en muchos casos parte de los problemas que se dan en la red. Y si ellas mismas son las que dictan las reglas, es muy posible que se aprovechen de la situación y se ubiquen en una posición ventajosa frente a los internautas. De este modo interpretarán sus propias normas en función de sus intereses y el impacto reputacional que tengan entre sus usuarios.

En esa situación se plantea un dilema: ¿es ético que sean fuente de derecho las propias organizaciones inmersas en el conflicto? ¿Es justo que actúen como juez y parte y tengan la facultad y el poder de resolver los problemas sin la intervención de un tercero independiente a dicho conflicto? ¿Dónde queda la seguridad de los usuarios si la justicia no es imparcial?

En el entorno privado de las islas virtuales el tuerto (la empresa, el aristócrata al mando) es el juez. A mi entender, más tarde que temprano, estos enormes conglomerados web deberán acordar con sus clientes unas condiciones que sean justas, o de lo contrario correrán el riesgo de quedar deshabitadas. La solución pasa por resolver los ciberproblemas en la propia red, con cibernormas y cibertribunales que estén incluidos en el código o protocolo de Internet y que afecten por lo tanto a todas las ciberislas por igual.

Un caso muy similar al que ocurrirá muy pronto con los automóviles autónomos, que deberán tomar decisiones sin intervención humana basadas en la programación de un código desarrollado por seres humanos y mejorado por Inteligencia Artificial.

La creación de este código, que debería ser redactado en consenso con los ciberciudadanos, es un paso necesario para crear un entorno ético en Internet. Uno cuya justicia sea impuesta objetivamente, sin miedo ni favoritismos independientemente de la identidad, el dinero o el poder de las partes. Una justicia imparcial como la que pretendemos tener en el mundo real.

Author: Álvaro Écija

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